“Ante todo, la intimidad del paciente” enseña María
Patricia Castaño de Restrepo en sus clases de la Especialización en Derecho
Médico-Sanitario de la Universidad del Rosario. La vehemencia con la que ésta
reconocida abogada antioqueña aborda la materia es tal, que uno se ve tentado a
pensar en estricto derecho que la salud de los pacientes, es un problema solo
de ellos, eventualmente sus familiares y de nadie más. Pero como ella misma
dice, la solución depende de los casos en particular. Sin embargo el estado de salud de algunos mandatarios del nivel territorial y especialmente la del Vicepresidente Angelino Garzón, ha generado interrogantes acerca de si el público debe o no conocer este tipo de información.
Hasta la fecha, no he tenido la oportunidad de
charlar con ella sobre este tema, pero quisiera abordar la problemática desde
mi propio conocimiento sobre todo aportando algunos elementos en esa tensión
entre el derecho a la intimidad de los políticos y la libertad de informar
sobre temas de interés público, establecidos por los tribunales internacionales
de Derechos Humanos.
Desde la perspectiva del Derecho Médico, la Declaración
de la Asociación Médica Mundial sobre las consideraciones éticas de las bases
de datos de salud señala que el derecho a la privacidad
permite a las personas controlar el uso y la difusión de la información
recopilada sobre ellas y que la privacidad de la información personal sobre la salud
del paciente está protegida por el deber de confidencialidad del médico, regla
que podemos encontrar igualmente en las Declaraciones de Lisboa, Ginebra y
Helsinki de esta misma organización.
Según el consenso interno de esa ONG internacional,
la confidencialidad es la base de la práctica médica y es esencial para
mantener la confianza y la integridad de la relación médico-paciente pues al
saber que su privacidad será respetada, el paciente se siente libre de
compartir información personal sensible con su médico. Estas reglas aparecen
también consignadas en el artículo
74 de nuestra Constitución y en la ley
23 de 1981 relativa a la ética médica.
Sin embargo, en casos de libertad de
información y de expresión como Fontevecchia y D’Amico vs. Argentina o Lingens
vs. Austria se ha dicho que los políticos en una sociedad democrática, al
escoger su profesión, aceptan el robusto escrutinio del público y la posible
crítica, ya que sus actividades salen del dominio de la
esfera privada para insertarse en la esfera del debate público. Este
umbral no se asienta en la calidad del sujeto, sino en el interés público de
las actividades que realiza.
Según las Cortes Europea e Interamericana de
Derechos Humanos, el control democrático a través de la opinión pública fomenta
la transparencia de las actividades estatales y promueve la responsabilidad de
los funcionarios sobre su gestión pública. De ahí la mayor tolerancia que se
debe dar a las afirmaciones y apreciaciones vertidas por los ciudadanos en
ejercicio de dicho control. Tales son las demandas del pluralismo propio de una
sociedad democrática, que requiere la mayor circulación de informes y opiniones
sobre asuntos de interés público.
Una interpretación estricta de estos
enunciados haría pensar que es de interés público conocer todos los pormenores
de salud de los funcionarios estatales y sin embargo las primeras preguntas que
se advierten son ¿Es posible escrutar a todos los funcionarios de igual manera
a la hora de revelar su información íntima en materia médica? ¿Solo aquellos de
elección popular? ¿Qué criterio debemos utilizar para definirlos? ¿Deben ser
reveladas todas las enfermedades que aquejan a dichos funcionarios?
Este último interrogante es el que más
inquietudes me genera. Supongamos que un político ha sido infectado con el Virus
de Inmunodeficiencia Humana y desarrolla el síndrome consecuente. Nadie discute
que se trata de una delicada situación de salud, pero es ostensible la
dificultad que representa saber si esta patología debe ser conocida por el
público.
Recientemente, el Senador Juan Lozano radicó el Proyecto
de Ley 196/12 de Senado según cual Presidente, Vicepresidente, Ministros,
Directores de Departamentos Administrativos, Gobernadores, Alcaldes, el
Comandante General de las Fuerzas Militares, el Jefe del Estado Mayor Conjunto,
el Comandante del Ejército, el Comandante de la Armada, el Comandante de la
Fuerza Aérea y el Director General de la Policía Nacional deberán realizarse un
examen de manera anual, con un médico de su E.P.S. y en caso que se evidencien
enfermedades neurodegenerativas, desórdenes cognitivos, trastornos mentales o
impedimentos físicos severos deben ser removidos de su cargo.
Aparentemente el proyecto da una respuesta
satisfactoria a la problemática enunciada y sin embargo quedan algunas vetas
abiertas que por cuenta del lenguaje ambiguo, pueden prestarse para abusos o
arbitrariedades. Resulta incómodo, por ejemplo, que sea el Senado, órgano político
por excelencia, quien decida en varios de los casos declarar la ausencia
temporal o permanente de altos funcionarios del gobierno nacional. Así mismo,
no es claro qué debe entenderse por “impedimentos físicos severos” ni cuál va a
ser la fuente para determinarlos ¿Acaso será el Manual Único para la
Calificación de la Invalidez?
La buena fe, parece indicar que la respuesta es
evidente, sin embargo, esta es una materia que debe ser regulada con bastante
sigilo. De un lado, debe tramitarse como una Ley Estatutaria en tanto estamos
hablando de una restricción a los derechos humanos de ciudadanos colombianos,
quienes no pierden su calidad como tales por su condición de prosélitos y de
otro, con procedimientos más estrictos, que involucren a las tres ramas del
poder público y que sean más detallados que los señalados en el proyecto de
ley, para evitar todos los abusos.
No se trata solamente de generar tranquilidad en la
administración pública, sino de que esos controles verdaderamente aboguen por
el interés general de los ciudadanos y la democracia.
Imagen tomada de semana.com
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